domingo, 12 de agosto de 2012

Socrates el Hombre Justo y bueno


Sócrates: El hombre más justo, más bueno y más sabio.

Posted in Personajes by Alguien on 6 febrero 2008
Era un hombrecillo de aspecto cómico: la cabeza calva, en cúpula, como un ábside; la cara muy pequeña en comparación; la nariz redonda y respingada y las barbas undosas que, por algún extraño efecto no parecían pertenecer a semejante rostro. Su fealdad era objeto de frecuentes bromas entre sus amigos, y él mismo cooperaba en el regocijo general. Fue pobre y algo haragán. Su profesión era la de cantero, pero no trabajaba más de lo estrictamente necesario para sustentar a su mujer y a sus tres hijos. Su afición favorita consistía en charlar con la gente. Y dado que su esposa era una mujer siempre descontenta, con una lengua peor que el látigo de un carretero, el mayor placer del mundo para este hombre consistía en verse lejos del hogar.
Se levantaba al amanecer, tomaba a toda prisa un ligero desayuno de pan mojado en vino, se ponía su túnica que luego cubría con un manto de tela burda y partía a cualquier sitio donde pudiera conversar y discutir con sus conciudadanos. Nunca le faltaba ocasión para satisfacer su deseo, pues los habitantes de la ciudad donde vivía adoraban la discusión. La ciudad era Atenas, y el hombre de quien hablamosSócrates.
Sócrates no solo tenía un rostro divertido, sus ideas y su comportamiento también lo eran. Cierta vez, uno de sus amigos preguntó al oráculo de Delfos quién era el hombre más sabio de Atenas. Para asombro de todos, la sacerdotisa dio el nombre de Sócrates.
“El oráculo -comentó Sócrates después -me ha escogido a mí como el más sabio entre todos los atenienses, porque yo soy el único que sabe que no sé nada.”
Esta actitud de maliciosa socarronería y equívoca humildad le daba tremendas ventajas en las discusiones. Le hacía, en realidad, ser una persona cargante. Aparentaba no saber ninguna respuesta y acosaba a sus interlocutores con preguntas, como un fiscal en un juicio, llevándoles a inesperadas y asombrosas admisiones.
Socrates enseñando, de José Aparicio (1773-1838)
Sócrates fue el evangelista del razonamiento riguroso, iba por las calles de Atenas predicando lógica, como Jesucristo iría cuatro siglos después por las villas de Palestina predicando amor. Y lo mismo que Jesús, sin haber escrito en su vida una sola palabra, ejerció en el pensamiento humano una influencia que millares de libros no han podido superar. Sócrates conocía la virtud del valor por propia experiencia, y a sus oyentes les constaba, pues eran notorias tanto su conducta fría y resuelta en la batalla de Delium, en laguerra del Peloponeso, como su gran resistencia física. Su valor moral era también proverbial. Todos recordaban que había sido el único ciudadano capaz de desafiar la histeria pública, tras la derrota naval en la batalla de Arginusas, en el mar Egeo, cuando se ordenó que se ahogaban. Sócrates mantuvo tenazmente que procesar o condenar a diez hombres en grupo, fueran culpables o no, era una injusticia.
“Sócrates no ignoraba la virtud del valor.” Él nos enseñó que la buena conducta está siempre sometida a la razón, que todas las virtudes, en el fondo, consisten en la primacía de la inteligencia sobre la emoción. Solía decir: “Antes de que comencemos a discutir, decidamos cuál es el tema exacto de la discusión.”
En sus días, el maravilloso mundo de las ciudades-estados griegos y su cultura se extendían por toda la cuenca del Mediterráneo, pasando por el Mar Negro hasta las costas de Rusia. La flota mercante de Grecia dominaba el comercio del Mediterráneo. Bajo la dirección de la gran ciudad comercial de Atenas, los griegos habían derrotado a los ejércitos Persas. A la metrópoli ateniense acudían artistas, poetas, científicos, filósofos, estudiantes y maestros de todo el mundo. Hombres ricos de países tan distantes como Sicilia enviaban a sus hijos a seguir a Sócrates en sus paseos y asistir a sus peculiares controversias. Sócrates se negaba a cobrar ninguna clase de honorarios.
Todas las noches filosóficas que brotaron del mundo griego y, más tarde, en el romano, se enorgullecían de sus fuentes socráticas. Platón fue discípulo de Sócrates, y Aristóteles lo fue de Platón.
Tal vez las enseñanzas de Sócrates no hubieran dejado tan honda huella en la humanidad si su promotor no hubiera muerto mártir de sus ideas. Parece absurdo condenar a muerte a un hombre por el mero hecho de “innovar algunas definiciones generales“. Y, sin embargo, no podemos sorprendernos de ello si consideramos el estrago que podían causar en las viejas creencias emocionales esta nueva técnica, de investigación científica, seguida con tesón hasta sus últimas conclusiones. Para sus jóvenes y progresivos amigos, Sócrates parecía el más pacífico de los hombres, pero para militares de antiguos camaradas y otras muchas personas de ideas moderadas era un revolucionario. Dos cargos fueron formulados contra Sócrates: el de no creer en los dioses venerados por la ciudad y el de ser “corruptor de la juventud” (Temían que los jóvenes aprendieran doctrinas subversivas). Ocurrió además que uno de sus discípulos, el arrebatado y mudable Alcibíades, se pasó al enemigo durante la guerra con Esparta. No fue culpa de Sócrates, pero Atenas, en el escozor de la derrota, buscaba víctimas propiciatorias.
Sócrates fue juzgado ante un jurado formado por 501 ciudadanos y se le condenó a muerte por una mayoría de sólo sesenta votos. Es probable que muy pocos de los jurados esperaran que la sentencia se cumpliera. Le quedaba al reo el recurso legal de apelar en demanda de una pena más suave y exigir una nueva votación al respecto. Si hubiera hecho unaapelación y defensa humildes, con lamentos e imploraciones, como era costumbre en casos semejantes, los jurados habrían sin duda, cambiado el sentido de su voto. Pero él se obstinó en adoptar una postura exclusivamente racional.
Prision de Sócrates
“Una de las cosas en que yo creo es el imperio de la ley“, dijo a los discípulos que acudieron a la cárcel para recomendarle que huyera. “El buen ciudadano, como os he predicado tantas veces, es el que obedece las leyes de la ciudad. Las leyes de Atenas me han condenado a muerte, de lo que se deduce lógicamente que, como buen ciudadano, debo morir”. La conclusión de Sócrates se les hacía muy cuesta arriba a los anhelosos amigos del sentenciado. ¿No es llevar la lógica demasiado lejos?, se decían. Pero Sócrates se mantuvo firme en su idea.
Platón nos ha descrito en su diálogo Fedón la última noche de Sócrates en la tierra. El maestro pasó aquella noche, como había pasado tantas otras, discutiendo sobre filosofía con sus jóvenes amigos. El tema que se discutió versaba sobre ¿existe otra vida después de la muerte? Sócrates inclinábase por una respuesta afirmativa pero siempre dispuesto a considerar cualquier opinión contraria, escuchaba con mucha atención las objeciones de algunos de sus discípulos que discrepaban de su punto de vista. Hasta el fin, Sócrates conservó su serenidad y no dejó que la emoción influyera en su razonamiento. Aunque sabía que iba a morir al cabo de algunas horas, continuó discutiendo desapasionadamente y con toda lucidez sobre la posibilidad de una vida futura.Al aproximarse a la hora fatal, los discípulos se congregaron alrededor del amado maestro y prepararon sus corazones para el horror de verle beber la copa del veneno. Sócrates había mandado por ella antes de que el sol se pusiera tras las montañas occidentales. Cuando el sirviente trajo la copa, Sócrates le dijo, en un tono tranquilo y práctico:
- Tú que estás al tanto de todos los detalles de este asunto, dime lo que tengo que hacer.
- Bebe la cicuta; a continuación te levantas y das unas vueltas por la habitación hasta que sientas que las piernas se te entumecen. Entonces te acuestas y el sopor te invadirá hasta llegar al corazón.
Sócrates, deliberada y fríamente, procedió como se le había dicho; tan sólo se detenía en sus paseos para reprocharles los sollozos y lloriqueos a sus amigos, a los que reprendía diciendo que no había razón para sus lamentos, pues siempre habría obrado de forma correcta y razonable.
Su último pensamiento fue para una pequeña deuda que había olvidado. Se quitó el paño con que había cubierto su cabeza y dijo:
-Critón, le debo un gallo a Esculapio. Cuídate de que se pague la deuda.
Luego cerró los ojos, volvió a cubrirse con el paño, y cuando Critón le preguntó si tenía otra cosa que mandarle, ya no obtuvo respuesta.
“Este fue el fin -dice Platón, que ha descrito aquella escena con palabras inmortales -de nuestro amigo, el hombre más bueno, más justo y más sabio de todos cuantos hemos conocido.”
ANÉCDOTA
Solo una pequeña leyenda brota sobre la ignorada tumba de Sócrates. Se cuenta que un muchacho espartano llegó a Atenas lleno de devoción hacia Sócrates. Cuando se hallaba ya a las puertas de la ciudad, supo que Sócrates había muerto; preguntó entonces por su tumba, y cuando se la señalaron, después de hablar con la estela y lamentarse, esperó la noche y durmió sobre ella. Antes de que amaneciera del todo, besó el polvo de la tumba y se volvió a su patria. Pálida leyenda, pero bastante religiosa si se piensa que tuvo fuerzas para surgir sobre el sepulcro de quien con arcaico pesimismo y pleno uso de razón dijo después de ser condenado a muerte: «Vosotros salís de aquí a vivir; yo, a morir; Dios sabe cuál de las dos cosas es mejor.»

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